EL ÚLTIMO DE LOS GRANDES. NICANOR PARRA (1914-2018)


Ante la triste noticia del fallecimiento en Chile del poeta Nicanor Parra, reproducimos estos párrafos del artículo "El escritor y su público. Del ‘discurso al alimón’ al monólogo dramático (Lorca, Neruda, Parra)", publicado en Anales de Literatura Chilena (2009) sobre el impacto que tuvo sobre Parra, en su juventud, la guerra civil española y sobre todo la muerte de Federico García Lorca

En 1937, los dos poetas más leídos, venerados e imitados de la lengua eran ya Lorca y Neruda. Por un lado, la música popular y las deslumbrantes imágenes del Romancero gitano; por otro, el oscuro versolibrismo de Residencia en la tierra, que ahora se estaba convirtiendo en un exaltado versolibrismo militante. Esta hegemonía duraría años. Así lo lamentaría, a comienzos de los años cuarenta, el crítico argentino Ángel José Battistessa. No les costó a “nuestros muchachos” remedar a Lorca: “unos ángeles agitanados, alguna jaca moruna, un ¡ay! de peteneras, con sus cuchillos y sus peces, y ahí estaba el poema”; pero Neruda tampoco les supuso más problemas que “los muy cómodos de la reiteración y el remedo. De la noche a la mañana, bajo el signo profuso y ciertamente sugeridor del poeta chileno, un desasosiego cósmico ha venido a conturbar a estos risueños y despreocupados muchachos y, por largos meses, acaso por este último par de años, todo se les ha vuelto sobresalto visceral o nocturno y solitario planeo del alma”.

Oscar Castro
Carlos Préndez Saldías
Para una generación joven de poetas chilenos, que crecían bajo la sombra de Neruda y los otros grandes vanguardistas, Lorca el romancista y los romances de la guerra eran un modelo más seductor, mucho más liberador. “García Lorca pasa por Rancagua”, titula Fernando Alegría al apartado de su Poesía chilena del siglo XX dedicado a Oscar Castro, autor del célebre romance “Responso a García Lorca”. Pero Lorca no sólo pasó por Rancagua, sino también por Concepción, donde el joven Gonzalo Rojas publicó su “Romance al poeta muerto”, y por Santiago, donde Jorge Millas escribió su “Memoria romance a Federico García Lorca” y Carlos Préndez Saldías su romance “In memoriam. A Federico García Lorca”.


Gonzalo Rojas
Jorge Millas y Nicanor Parra














EL LEGADO DE LORCA EN PARRA. EL ROMANCE Y EL MONÓLOGO DRAMÁTICO


edición de 1937, preparada en Santiago
por María Zambrano
El más fructífero rescate del romance lorquiano fue, sin embargo, el de Nicanor Parra, que en 1937 publicó Cancionero sin nombre, en el que pretendía –según él mismo ha dicho, en una entrevista con Leónidas Morales– “aplicar a Chile el método que Lorca había hecho suyo en España”. En dos sentidos, esta chilenización del “método” de Lorca llegó más allá de una simple reiteración del léxico del granadino, de las alusiones a los ángeles, la luna, el nácar y las dalias. Para empezar, el éxito de Romancero gitano significó una dignificación, en el ámbito de la poesía culta, de una forma popular y legitimaba algo que sería una de las grandes conquistas de Parra: el cuestionamiento, en el campo intelectual chileno, de la frontera que dividía –de manera tajante– la poesía popular de la poesía culta. Cancionero sin nombre, en sí, es ya una especie de fusión entre el romance lorquiano y la tradición oral chilena, pero el alcance de esta legitimación es duradero en Parra. Sin el precedente de Lorca es difícil imaginar, por ejemplo, que un libro como La cueca larga (1958) conviviera en el canon, en términos de igualdad, con los libros de “antipoemas”.

El segundo aspecto del “método” lorquiano nos remite, otra vez, a la máscara. Un artefacto de Parra de 1972 dice: “Cuándo van a entender / Estos son parlamentos dramáticos / Estos no son pronunciamientos políticos”. Los que hablan en la antipoesía no son el autor: son personajes, o versiones enmascaradas del autor. Es algo en el que ha seguido insistiendo el poeta, sobre todo a raíz de su incursión en el mundo de Shakespeare. “No hay que tomar las declaraciones que aparecen en los Antipoemas como ideas suscritas por el autor”, dijo en 1990; “No hay que tomar las locuras del rey Lear por locuras de Shakespeare. La antipoesía es un parlamento dramático y por él circulan libremente variados personajes, diferentes voces”. En Neruda, el yo poético y el autor implícito hablan juntos siempre: aunque el lenguaje se vuelva opaco, aunque la comunicación con el lector se complique, aunque el recitador se oculte detrás de una máscara, no se desautoriza nunca al hablante. En Parra, en cambio, el empleo sistemático del “monólogo dramático” hace que los hablantes estén expuestos a una desautorización constante por parte del autor implícito. Me refiero a esa reacción básica del lector, cuando siente que el autor no puede estar de acuerdo con lo que dice este sujeto. En tales circunstancias, el lector deja de ser cautivo, no puede permanecer pasivo, está frente a dos puntos de vista, el del hablante y el del autor implícito; dos, en realidad tres puntos de vista, si tomamos en cuenta al interlocutor silencioso, dentro del poema, al que suele dirigirse el personaje de turno. En The Poetry of Experience, su estudio del monólogo dramático en la poesía anglosajona, Robert Langbaum analizó el conflicto esencial de “sympathy versus judgement” que suscitaba esta forma poética, el efecto ambivalente creado en el lector de identificación o empatía con el yo del poema pero a la vez de distancia crítica y enjuiciamiento. Los monólogos dramáticos de Parra sacuden al lector, por primera vez en la poesía chilena, de su estado de pasividad y le obligan a tomar partido, a enjuiciar. La “pasión crítica” de la modernidad se instala en el lector a partir de los monólogos dramáticos de Parra, de manera muy evidente en poemas como “El peregrino” de Poemas y antipoemas, destacadamente en los Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, y de manera deliciosamente ambivalente en los Discursos de sobremesa.

Ahora bien, los monólogos dramáticos existen en Parra desde que empezó, en Cancionero sin nombre, a aplicar el “método lorquiano”. Los romances de Lorca son, básicamente, poemas narrativos, con ocasionales diálogos entre los personajes, y en algún caso con interpelaciones o diálogos del narrador “García Lorca” con sus personajes. La potencialidad dramática del Romancero gitano se pudo ver con claridad cuando en 1933 el mismo mundo andaluz se trasladó al teatro en Bodas de sangre. Parra, en cambio, aprovechó el dramatismo de los romances lorquianos sin cambiar de género, sin abandonar la poesía. La mayoría de los poemas de Cancionero sin nombre son monólogos en primera persona de sujetos neuróticos, demasiado desquiciados e incoherentes para ser identificados con el autor implícito. Los títulos llegan incluso a identificar, a veces, quiénes son los personajes que hablan: “El novio rencoroso”, “Protesta del marido”, “El novio se muere por su prima”, “Pregunta del marido defi ciente”, y el poema en dos partes “Batalla entre la madre y el hijo taimado”. 

En una antología que recoge textos de autores chilenos sobre la guerra civil española, Hernán Soto incluyó dos textos de Cancionero sin nombre, “Asesinato en el alba” y “El matador”, como “poemas inspirados en la muerte de García Lorca”. No creo que lo sean. Quisiera concluir hablando, precisamente, de “El matador”, el poema que abre el libro de Parra. Es un monólogo dramático en toda regla: es evidente desde el inicio que el que habla no es el autor; por otra parte, el hablante se dirige dentro del poema a otro personaje. El título podría, en principio, aludir tanto al mundo taurino de Lorca como al hecho de su fusilamiento. Pero el poema no explora ninguna de estas alternativas. El personaje que habla es un ser violento y delirante que anuncia, desde el comienzo, que va a matar un ángel: “Déjeme pasar, señora, / que voy a comerme un ángel, / con una rama de bronce / yo lo mataré en la calle. // No se asuste usted, señora, / que yo no he matado a nadie”. Hablar de Lorca muerto como un ángel no sería, desde luego, una novedad. Neruda, ya lo hemos visto, lo llamaba “el ángel de este momento de nuestra lengua”. Ahora bien, mucho más interesante es, me parece, leer este poema como una especie de arte poética, lo cual nos obliga a considerar algo que volverá a aparecer en muchos antipoemas posteriores. Para hacerlo, hay que revisar la no identificación que hemos visto entre el hablante y el autor implícito. En principio, resulta claro que el autor no puede respaldar las afirmaciones delirantes del personaje. Es decir: el que se dirige a la “señora” no es el autor. Toca matizar: no es el autor, pero más bien –en este caso– no lo es del todo. Lo que tenemos es, a mi juicio, una especie de máscara del autor, grotesca, deforme y notoriamente agresiva, parecida a la de poemas posteriores como “Autorretrato” y “Epitafio”, a la que advierte a sus lectores –en “La montaña rusa”– que bajarán de la antipoesía “echando sangre por boca y narices”, o bien a la del vanidoso anciano hambriento de premios de los Discursos de Sobremesa. En “El matador”, creo yo, en esta ambigüedad entre el es y no es el autor quien habla, se escuchan los primeros dolores de parto de la antipoesía. Escrito más de quince años antes de Poemas y antipoemas, puede leerse como una poética, como un anuncio temprano de esa iconoclastia desacralizadora, sobre todo si se toma en cuenta la forma del monólogo dramático. Porque ¿quién es esa señora a la que se dirige el personaje si no la Musa (una Musa, por cierto, escandalizada), guardiana del claustro sagrado de la poesía, donde revolotean felices las flores y los ángeles, los símbolos predilectos de Lorca?:

 Deme un membrillo, señora,
 que voy a morirme de hambre.
 Por los helados galpones
 llegaré hasta los altares,
 con mi revólver de acacia
 nadie podría atajarme.
 No me mire usted, señora,
 con esos ojos tan grandes.
 Gritaré: ¡abajo las dalias!
 y se asustarán Los Angeles,
 con mis chicotes de mimbre
 los corretearé a la calle.
 No me mate usted, señora,
 que yo no he matado a nadie.
 Al más miedoso de todos
 mi gilet voy a enterrarle,
 por el obscuro cemento
 correrá su fresca sangre.
 Cállese, buena señora,
 que yo no le callo a nadie.
 Le atravesaré las sienes
 con una espada de naipe,
 regimientos de palomas
 despertarán en su carne.
 [...]
 Dos sacerdotes de esperma
 me matarán esta tarde,
 por provocar a los santos,
 por desorden en la calle,
 por derramar en la iglesia
 un litro y medio de sangre.
Así, escudado tras la máscara –como Neruda cinco años antes, en la Casa del Corregidor–, Parra entra peleando en el campo de la poesía, apoyándose en Lorca pero agrediéndolo a la vez, mordiendo la mano que le da de comer, dispuesto a arremeter contra todos y consciente, también, de la lucha que podrá desencadenar su atrevimiento. Es una lectura parcial. Termino, por tanto, con un matiz. Para interpretar el poema así, evidentemente –y es lo que suele ocurrir en casi todas las interpretaciones de Parra–, he tenido que mutilar lo que es, en el fondo, el rasgo central y realmente revolucionario de su obra: ese empleo sistemático del monólogo dramático, esa grieta abierta entre el hablante y el autor implícito por la que ha entrado, en la poesía chilena y para el público lector de la poesía chilena, el gran soplo crítico de la modernidad.

Para leer el artículo completo, véase "El escritor y su público..."

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